Un ridículo histórico
No se puede decir que no hay precedentes de un ridículo como el del Athletic en Nicosia, porque los hay, pero sí que se trata de un ridiculo histórico, que pesará como una mancha negra en la historia del centenario club rojiblanco. Por supuesto, en la próxima rueda de prensa del presidente, Urrutia nos intentará hacer comulgar con ruedas de molino y sacará las estadísticas de cómo el Athletic nunca ha llegado tantas veces seguidas, y las ocasiones en las que ha sobrepasado los dieciseisavos de final, pero si se produce esa perorata no será sino un paño caliente después de una de las mayores decepciones europeas del club.
Sí, claro, las finales perdidas también fueron decepcionantes, pero se jugaron. Esta vez, el camino a Solna se ha cortado de raíz en una isla con escasa tradición futbolística, frente a un equipo por debajo del medio pelo que suele servir de medida para calificar a los conjuntos mediocres que pululan por Europa, y con una plantilla en la que, por ejemplo, asomaba Barral, de vuelta ya del fútbol de élite, o el navarro Astiz, que nunca alcanzó un nombre en la Liga española. Ellos dos y todos sus compañeros celebran ahora mismo una clasificación que ni en sus sueños más locos podían imaginar hace semana y media.
Pero no se puede decir que no se viera venir una eliminación así, porque el Athletic llevaba jugando con fuego muchas semanas, incluso muchos meses. De hecho, desde el comienzo de la temporada. Está claro que la clasificación liguera no es mala, sostenida por varios partidos intensos en casa, un par de ellos ganados sin merecimiento, y dos victorias a domicilio, que sin embargo, no se diferencian mucho de las derrotas, porque el juego, en la mayoría de las ocasiones, fue igual de oscuro.
Recuerdan los más veteranos que hace algunas décadas el Athletic bajaba muchísimo su rendimiento fuera de San Mamés. Que mientras en La Catedral arrollaba a sus rivales, a domicilio parecía otro equipo, totalmente desconocido. Y da la sensación de que esos tiempos han regresado, que el Athletic muestra fuera de casa una imagen radicalmente opuesta a la de San Mamés. En tiempos pretéritos, sin embargo, esa diferencia podía entenderse en cierta medida porque los campos eran muy distintos. Si los del norte eran rápidos, a veces embarrados, ideales para el juego que hacían los rojiblancos, viajar al sur era un martirio: balones diferentes, terrenos de juego como piedras, y la imposibilidad manifiesta de controlar la pelota.
Pero esas cosas han cambiado muchísimo, claro está. Salvo excepciones, los terrenos son uniformes, se juega con el mismo balón en todas partes... Ya no hay lugar a la excusa como la de antaño.
Así que la eliminación frente al Apoel y la mala racha de partidos fuera de casa –ya son cinco consecutivos sin marcar un gol–, tiene que explicarse por razones más profundas, y una de ellas es la falta de intensidad con la que los jugadores afrontan estos partidos. Posiblemente se pueda hablar de una actitud indolente ante equipos que en teoría son inferiores, por mucho que Valverde asegurara al final del partido que la actitud de los jugadores era buenísima, pero el fútbol son hechos, no palabras, y en los últimos días ha habido demasiado bla, bla, bla, poca autocrítica (y si la había era de boquilla), y demasiada apelación a la final, cuando aún no se había pasado a octavos.
Nadie criticó nada la temporada anterior, cuando el Athletic cayó a penalties frente al Sevilla, que acabó campeón. Después de dos partidos memorables, en los que los rojiblancos merecieron pasar, cayeron con honor ante un gran equipo. Ni una crítica, pero el equipo ha cambiado de arriba a abajo, ha dado la vuelta como un calcetín y nadie reconoce en el grupo actual a quienes se partieron el pecho hace diez meses.
La degradación es evidente, por mucho que se eche mano de las estadísticas que indican la enorme superioridad rojiblanca en posesión, disparos a puerta y hasta saques de esquina. En dos partidos el Athletic sacó 26, por ninguno del Apoel, pero en Nicosia el equipo chipriota lanzó tres veces a puerta y marcó dos goles, las mismas cifras que en San Mamés, una efectividad bárbara, propiciada por la indolencia de los jugadores bilbainos.
Digan si no, cómo es posible que en el primer minuto de la segunda parte, De Marcos permita centrar al rival desde el banderín de córner, ¡desde el banderín!, sin interponer su cuerpo en la trayectoria de la pelota, como pensando que ya habrá alguien para despejar; o que durante casi media hora se enfrentaran los hombres de Valverde a un equipo con un jugador menos por expulsión de Sotiriou, sin conseguir provocar ni una sola ocasión de peligro.
El Athletic parece en descomposición. Afortunadamente, los puntos cosechados en la Liga permiten afrontar con comodidad el último tramo, sin agobios de ninguna clase, pero San Mamés puede estallar en cualquier momento ante el pobre espectáculo que ofrece un equipo que no juega a nada, que se dedica a sobar la pelota de un lado a otro, sin profundidad, sin intensidad, o a perpetrar centros sin sentido, a la buena de Dios. Los jugadores no están para nada ni para nadie. Salvo Muniain, que trata de remediar a base de caracoleos, el sinsentido de los demás, da la sensación de que nadie sabe lo que debe hacer.
Ni el entrenador, que se volvía loco en la banda, crispado por el árbitro, y que tuvo la ocurrencia de poner en el campo a Villalibre como salvador, sin tener en cuenta siquiera que el chaval lleva unos partidos deplorables en el filial.