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TOUR DE FRANCIA 2017 A ocho días del comienzo 

CRÓNICAS

DE TRES

​DÉCADAS

Landaluze junto a Simeoni durante su escapada camino de Gueret.

TOUR DE FRANCE

Landaluze se queda a 30 metros

2004, 9ª etapa 13 de julio ST. LEONARD/GUERET. Ganador: Robbie McEwen

¡Qué final! Todo Algorta con las pulsaciones desatadas, al borde de la taquicardia, la diferencia que se encogía a cada kilómetro, la bandera roja de los últimos 1.000 metros. La televisión, que deforma la realidad y que acercaba al pelotón, o lo alejaba, según las miradas. Al final parecía que sí y era que no, la decepción.

 

Hace unos años le organizaron un recibimiento a Roberto Laiseka, vencedor en Luz Ardiden. Fue en Algorta, su pueblo, el de Landaluze.Vuelta en coche descapotable por la calle Andrés Cortina, por la Avenida de Algorta, por la estación, y discursos en la Plaza de San Nicolás, el centro de todas las celebraciones. Coincidía con las fiestas del Puerto Viejo, que habían comenzado el día anterior.

 

Era otra cosa más que celebrar. Iñigo Landaluze no estuvo en aquel Tour, el de la primera victoria de su equipo. Llevaba poco tiempo en el Euskaltel, pero acompañó a Laiseka en el paseo de honor, encogido en el asiento trasero del coche, en la segunda fila en el quiosco de la Plaza. Tal vez aquel día se dio cuenta de lo importante que es, en la vida de un ciclista, ganar una etapa en el Tour.

 

Al veterano Laiseka, que se quedó fuera del equipo este año, le bailaron un aurresku de honor, le dieron trofeos y regalos, le ovacionaron sus convecinos, le pidieron autógrafos los chavales de la escuela de ciclismo de Punta Galea y los representantes de las cuadrillas le pusieron el pañuelo rojo de las fiestas. El bueno de Roberto se convirtió en el vecino más distinguido de aquel verano inolvidable. Los amigos de Iñigo Landaluze participaron en las fiestas, se disfrazaron en el desfile de las cuadrillas, se pelearon con los becerros en la cucaña vertical, hicieron el ridículo en el rally humorístico. Iñigo no.

 

En esos momentos ya era un profesional del ciclismo, así que fue espectador de todo. Fue espectador, sobre todo, del homenaje a Laiseka. Así que allí, tal vez, se dio cuenta de lo grande que tenía que ser ganar una etapa en el Tour, en la carrera más importante del mundo. Hasta entonces, sólo las clásicas le sorbían el seso: la París-Roubaix, la Lieja-Bastogne-Lieja. Consiguió su objetivo de participar en la primera y se emocionó, junto a su amigo Pedro Horrillo, al entrar en el velódromo de Roubaix entre las ovaciones del público. Hacía mucho tiempo que había llegado el ganador, pero los aficionados seguían aplaudiendo.

 

Sabe que ganar allí es muy difícil, que él no es un percherón como Museeuw o Backstead, pero es una carrera que le motiva. Este mismo año, en Lieja, acarició durante algunos kilómetros la posibilidad de ganar. Se escapó en un lugar de culto, La Redoute, junto a Sinkewitz. Atravesó en cabeza Saint Tilman y les cazaron en San Nicolás, a cinco kilómetros de la llegada. Llegó al Tour porque se está convirtiendo en un corredor maduro.Acabó el Dauphiné en décima posición después de hacer una magnífica cronoescalada al Mont Ventoux.

 

El otro día, con el percance de Mayo en la fatídica etapa del pavés, se desilusionó como todos los demás componentes de su equipo. Pero ya está levantando la moral, así que ayer ni se lo pensó. Bajo la pancarta del kilómetro cero lanzó su primera intentona. Después, en el kilómetro 38, volvió a lo mismo, esta vez con la compañía de Filippo Simeoni, que fue un leal colaborador durante toda la escapada. «No racaneó. Yo estaba más fuerte y en las subidas daba yo los relevos, pero en el llano él ayudaba todo lo que podía». Los dos hicieron camino, alcanzaron una ventaja máxima de 10 minutos. Fue cuando en el pelotón espabilaron. Durante mucho tiempo pareció que el intento de Landaluze y Simeoni iba a fracasar.

 

A falta de 10 kilómetros empezaron las dudas.Cuando quedaban tres, nadie sabía qué pensar. Bajo la pancarta de dos, daba la sensación de que llegaban. Lo mismo a falta de 1.000 metros. En Algorta, los corazones latían con fuerza, igual que los de cualquier aficionado que se pone siempre del lado del más débil. Landaluze y Simeoni eran los débiles. Quedaban 300 metros y el vasco actuaba con una sangre fría inusual. Tal vez demasiada. Cuando arrancó, los lebreles del pelotón ya estaban casi a rueda.A falta de 30 metros se lo comieron. De repente, Iñigo Landaluze, que no había escuchado nada, que sólo sentía cómo el ácido láctico le abrasaba las piernas, vio por el rabillo del ojo, cómo le adelantaban por los dos lados. Rabia, impotencia, desesperación.Ganó McEwen. Landaluze se marchó a la ducha del autobús maldiciendo su mala suerte. Lástima de recibimiento.

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