La velocidad
Odio el fútbol moderno en todas sus versiones. Tener que aguantar que en la mitad de los campos de la Liga se felicite el año nuevo chino me supera. Escuchar que ya es hora de que se aplique la tecnología para saber si una pelota ha entrado, también. Qué quieren que les diga: si ha entrado y el árbitro no se entera, qué le vamos a hacer. Si no hay polémica, ¿para qué sirve el fútbol? Además, todas estas historias sólo se activan cuando anda de por medio un equipo poderoso. Aquel gol de Orbaiz que botó medio metro dentro de la portería de Casillas ocupó cuatro líneas en los periódicos. Gastarse un dineral en un sistema que se va a usar, como mucho, tres veces en los 380 partidos de una temporada me parece un dispendio innecesario. Por mucho que se utilice en Inglaterra.
Del fútbol moderno odio hasta su velocidad, qué quieren que les diga. Hace treinta años, ver un partido de Tercera División era una delicia. Los futbolistas tenían talento muchas veces, pero les faltaba velocidad. Se jugaba con un par de marchas menos que en las categorías superiores y se podían presenciar buenos partidos, bien jugados. Si aparecía un futbolista veloz y con talento, enseguida era reclutado por un equipo superior.
Ahora, ver un partido de Tercera División es infumable. Todos los jugadores se entrenan cuatro veces a la semana, su forma física es envidiable y corren como centellas, pero falta talento, así que todos corren y corren, chocan y chocan y el balón se mueve sin control. Cuánto añoro a jugadores como Wilfredo Durango, padre de Mónica, que fue directiva del Athletic. Jugó en el Sestao y el Getxo, entre otros equipos. No era demasiado rápido para los parámetros actuales, pero era una delicia verle jugar con su técnica depurada. Es al único futbolista al que le he visto hacer con éxito eso que desde que llegó Neymar bautizaron como lambretta, y además, con el marcador en contra, no con el ventajismo de una goleada.
En fin. Lo que en aquellos tiempos caracterizaba a los futbolistas de elite es que, además de técnica, eran veloces, y eso sí que sigue siendo así. Para jugar al fútbol en Primera División hay que ser rápido. Si no de piernas, al menos sí de mente. Hay que procesar los datos a velocidad supersónica y mover la pelota con celeridad. Si no, el resto no sirve de casi nada.
Y al Athletic le está pasando que le falta velocidad de procesamiento de su fútbol. Los jugadores pueden ser más o menos rápidos, pero tienen que jugar rápido. Si no, el fútbol se hace previsible y es más fácil de defender. La primera parte de San Mamés fue algo así, como tantos partidos esta temporada, sobre todo fuera de Bilbao. El equipo de Valverde se ha acostumbrado a jugar demasiado tiempo al trantrán, y como no hay muchos jugadores que puedan inclinar la balanza por su brillantez, esa tendencia a dejar que las cosas fluyan por sí mismas, como si todos se pusieran en la piel de Rajoy, se convierte en un peligro. El Athletic, y así lo ha demostrado muchas veces, sólo es letal cuando se muestra intenso y veloz en el juego. Pasarse la pelota de un central a otro esperando que las nubes dejen paso al sol, pocas veces da resultado, y más de una vez se convierte en un disgusto. Bóveda fue el claro ejemplo frente al Sporting, que acabó marcando de penalti después de media hora rojiblanca con el balón circulando a cámara lenta.
Así que Valverde no tuvo más remedio que echar mano de su fondo de armario. Si la mente no estaba veloz, que al menos lo estuvieran las piernas de algunos, pero la salida de Williams obró el milagro. Su velocidad, que desbordó las posibilidades de Canella, contagió al resto del equipo. La primera parte deplorable de Muniain se convirtió en la segunda en un concierto sinfónico, mientras su amigo Amorebieta se dedicaba a repartir mandobles a diestro y siniestro, claro que cuando lo hace desde el otro bando ya no nos hace tanta gracia. La chispa de Iñaki encendió el cohete rojiblanco, y el gol del empate de Muniain apareció entre un trío de ocasiones de San José y Aduriz –por dos veces–, que en la primera parte hubieran sido impensables.
Intensos como debían, los rojiblancos destaparon las vergüenzas de un Sporting que se resume en la frase de Cuéllar, su portero, al acabar el partido: "Ponerse por delante era complicado; aguantar el resultado, más todavía". Entonces sí, la remontada parecía asunto de tiempo, y así fue. Un penalti sobre Muniain lo transformó Aduriz sin adornos innecesarios. Fuerte y junto al palo. Luego el asunto se enredó con Amorebieta, que no tuvo que hacer amigos porque ya los conocía a todos, y que debió ser expulsado por un codazo a Aduriz que Clos Gómez pretendió no ver. Dentro de unos años el delantero rojiblanco podrá comentar jocosamente, en las reuniones de ex jugadores, cómo él y su compañero Gorka Iraizoz, vieron una vez la tarjeta amarilla por sangrar de la nariz después del golpe de un contrario. Aduriz por el codazo de Amorebieta; el portero, por el rodillazo de Henry que acabó en penalti, precisamente en el escenario del próximo sábado. Que Dios nos coja confesados después del gol fantasma del Villamarín.