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El hotel Miramar


La última vez que estuve en Castro Urdiales, hace unos meses, me di un paseo por delante del hotel Miramar. Está hecho una ruina. La Ley de Costas obligó a cerrarlo, y aunque los dueños siguen peleando en el Tribunal Supremo, lo más probable es que reciban la indemnización correspondiente y el inmueble sea derribado, porque el Ayuntamiento tiene planes para rescatarlo, pero no tiene dinero para hacerlo. Para quienes no lo conozcan, el Miramar es un edificio que fue balneario en origen, y está sobre la playa de Brazomar. Literalmente. Cuando la marea sube, las olas golpean los muros del establecimiento clausurado, rodeado ahora de grafitis.

Tenía, en sus tiempos, una terraza encantadora. Ideal para tomarse un café y ver el oleaje golpeando las rocas. Allí tomé uno, con leche, junto a Fidel Uriarte. El último. Fue hace ya unos cuántos años. Escribía una serie de reportajes sobre jugadores, entrenadores, directivos o periodistas relacionados con la historia del Athletic. Se trataba de que ellos mismos, sin ayuda del periodista, relataran su vida en el Athletic en primera persona. El relato empezaba con unas comillas que sólo se cerraban antes del punto final. Fue un proyecto emocionante. Vi a personas hechas y derechas, como Manuel Martínez Canales, Manolín, todo un campeón de Europa con el Real Madrid, echarse a llorar al recordar la dureza de su infancia en el Puerto Viejo de Algorta, o a otros como Plácido Bilbao, reírse ante la paradoja de haber descuidado sus estudios de chaval para acabar dando clases en un colegio hasta la jubilación.

Con el gran Fidel Uriarte me puse en contacto por teléfono. Andaba él algo ocupado aquellos días, pero al fin pudimos quedar. "Ven pronto", me dijo, "y así tomamos unos vinos después, con la cuadrilla". Era así. Un fenómeno. Yo le había visto salir ovacionado de San Mamés después de resolver varios partidos, así que le tenía un respeto imponente, pero él se tomaba aquellas cosas de su carrera futbolística con distancia y humor. Incluso cuando era entrenador y los periodistas nos acercábamos a Lezama a pedirle la alineación del Bilbao Athletic. A veces nos tomaba el pelo. "Fidel oye... Que nos has dado doce jugadores". Se reía y repetía el once, y varios futbolistas no coincidían. Estaba a gusto, y eso era lo que quería. Por eso se fue de Villarreal, cuando vio que los jugadores le hacían la cama. Después de una dolorosa derrota vio cómo se acercaban el presidente y el director técnico a la puerta del vestuario y les dijo: "No hace falta que me despidáis, me voy yo solito". Sentirse querido era una de sus pretensiones. Por eso jugó en el Málaga cuando el Athletic le despidió con 29 años. Llegó a Torremolinos, vio que vivía junto al entrenador, Milorad Pavic, y en una cena con sus mujeres en la Carihuela le pidió que le dejara jugar de libre, que ya estaba mayor para correr. Y esos tres años fue feliz, y ganó más dinero que en todas sus temporadas en el Athletic.

Todo eso me lo contaba allí, en la terraza cubierta del hotel Miramar, mientras veíamos a las olas golpear las rocas. Hizo un relato exhaustivo de su vida, de sus primeros partidos con alpargatas, de los bocadillos de calamares que se comió en Madrid mientras esperaba, durante cuatro días, para incorporarse a la expedición del Athletic para su debut en La Rosaleda. Imitaba con gracia el acento argentino de su primer entrenador, Ángel Zubieta. "¿Vos, pibe, querés jugar?", o el de Alfredo Di Stéfano, enemigo en el campo, amigo fuera, "porque si de algo me siento orgulloso es de haber hecho tantos amigos en el fútbol". No de los goles, ni de ese trofeo Pichichi, ni de convertirse en una leyenda del Athletic. No. De los amigos.

Me lo contó todo, cerré las comillas; puse el punto final y después de las fotos, en medio de las rocas, con el agua golpeándole los pantalones, nos fuimos a tomar unos vinos con su cuadrilla.

Después le golpeó el Alzheimer, y todos esos recuerdos entre comillas se le borraron. Cuando me he enterado de su muerte, he recordado al hotel Miramar, y a su terraza, que también han perdido la memoria de lo que fueron y que, como Fidel, tenían 71 años.


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