Una partida de ajedrez
Hay partidos de fútbol indescifrables, como alguna de las partidas de ajedrez que jugaron Spassky y Fischer en su memorable duelo de 1972, y que se convirtió en una batalla más de la guerra fría. Aquel fue un enfrentamiento que casi se convierte en un conflicto diplomático; áspero, muy táctico, desagradable a veces, en el que se confrontaban la rapidez y la agilidad mental del estadounidense contra el academicismo ortodoxo del soviético, esa máquina de picar carne sobre un tablero. Dos genios frente a frente. En Barcelona, Ernesto Valverde jugó con negras. Se sabía en inferioridad frente a un rival más ágil, más fuerte, y tuvo que mover las piezas a la defensiva y esperar que el reloj del Espanyol agotara su tiempo. El Athletic empieza a sufrir el desgaste de combinar la Liga con la competición europea en forma de bajas. El equipo que saltó al campo en Cornellá-El Prat era apenas reconocible. Por supuesto, todos los que jugaban formaban parte de la plantilla del primer equipo rojiblanco, pero como sucede en el ajedrez, donde las combinaciones se cuentan por billones, la alineación que tuvo que montar el técnico del Athletic no se parecía en nada a cualquier otra que había ensayado en todos los partidos del campeonato.
El teorema del mono infinito dice que un simio, pulsando teclas al azar de una máquina de escribir durante un tiempo infinito, acabaría escribiendo el Quijote (en la versión anglosajona se habla de Hamlet). Valverde pulsó todas las teclas posibles para componer un equipo y le salió un empate, que después de 90 minutos de juego es lo único que se podía esperar de un partido indescifrable desde el principio como las partidas Spassky-Fischer. Fue un ejercicio árido desde el pitido inicial, como pudo comprobar Balenziaga enseguida, cuando su cabeza chocó contra la de Víctor Sánchez y le quedó un recuerdo de cuatro puntos de sutura en la ceja. Etxeita también salió malparado minutos después, con una contusión en la rodilla que le impidió seguir en el campo. Si la alineación inicial ya estaba llena de parches, el movimiento de piezas después resultó obligado.
No es que el Espanyol pusiera en demasiados apuros a Kepa Arrizabalaga, ni mucho menos, porque aparte de un par de arranques de coraje de los locales, el Athletic controló bastante bien la situación, pero ya se veía desde muy pronto que marcar un gol iba a ser una tarea de titanes. Hasta Valverde se dio cuenta en la segunda mitad, cuando retiró del campo a Aduriz, que había puesto un par de toques de calidad tras el descanso, pero que estaba muy solo arriba, sin suministros de ningún tipo, porque Sabin Merino parecía de vacaciones y Williams andaba más atareado en tareas de contención, probablemente porque así se lo había pedido el entrenador. Eraso, mientras, se enredaba entre tanto esfuerzo por estar en todas partes.
Valverde movía sus piezas para evitar el jaque mate del Espanyol, y parecía conformarse con las tablas. Se encomendó, tras la lesión de Etxeita, a la solvencia defensiva de Bóveda y Yeray, un ejemplo de concentración e intensidad desde que llegó al primer equipo. Kepa, el portero, no tuvo demasiados sustos. El más grande, en el descuento, segundos antes de que el árbitro señalara el final, en un remate de Hernán Pérez, que detuvo con seguridad.
La ocasión del Espanyol se fue al limbo y Valverde firmó las tablas, que era lo único que podía esperar. Hubiera sido complicado ganar el choque, que fue como una partida de ajedrez, sin lanzar ni una sola vez a puerta.